2010/07/07

Al alba



Otro relato escrito por Patxi Irurzun 
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Mi última luna se desangra en un cielo que todavía huele a pólvora. Hace sólo una horas, poco después de que nos condujeran hasta este corral, ese cielo descargó una tormenta con relámpagos de colores, como culebritas que reventaban atronadoramente y caían levemente, inyectándome despacito en sus últimos estertores un veneno que me aceleraba un corazón al que le barrunto ya sus últimos latidos.
—Son los fuegos artificiales –han dicho los cabestros que nos han guiado hasta aquí, a mi y mis cinco hermanos, desde los otros corrales en los que hemos pasado los últimos días.


La piel de estos cabestros semeja los campos que a veces me gustaba mirar desde lo alto de la loma, allá en la dehesa, con sus parcelas con las diferentes colores de la tierra, que se extendían hasta mucho más allá de donde alcanzaba mi burriciega mirada. Los cabestros son también enormes pero han perdido su bravura en algún lugar de esa inmensidad de sus cuerpos. Del cuello llevan colgado un cencerro, con el que anuncian mansamente su paso, en lugar de abrirlo lanzando derrotes, como acostumbramos nosotros, y con el que se dan un aire exquisito que les hace tratarnos con una actitud distante pero que no puede ocultar un poso de piedad.. Como si ellos supieran qué sucederá al alba.

Quien sabe, quizás los humanos que nos han estudiado, casi con veneración, que han calibrado el tamaño de nuestros cuernos, durante estos últimos días, en los otros corralillos, junto al río, también vayan a rebanarnos los testículos.

Intuyo que no nos espera nada bueno. Lo intuí en ese silencio, casi ritual, clandestino, con el que nos condujeron hasta aquí, al caer la noche, ese silencio que casi hacía daño, que se clavaba en los oídos como los ojos que acechaban entre los arbustos, o los palos que se hundían en nuestros costillares… Sentí miedo, y muchos minutos después, incluso ya tumbado sobre el suelo del nuevo corral, continuaba trotando dentro de mis mismo, con cada palpitación atolondrada de mi corazón. Y cuando había conseguido casi aplacarlo el cielo se iluminó con aquello que los cabestros llamaron fuegos artificiales, un sol en mitad de la noche que explotaba y clavaba sus astillas a esa luna que ahora veo desangrarse entre las murallas que nos rodean, casi tan viejas como ella.

Desde las murallas llega un olor al sudor rancio de varios siglos, pero también los gemidos de los amantes que se arrullan cobijados en ella, o el de las risas de los cachorros humanos, y pienso que a nosotros nos arrebataron todo ese amor, toda esa alegría…

Recuerdo la vida apacible en la dehesa. Antes de que nos condujeran hasta este lugar, antes de que comenzaran los sufrimientos en aquel camión, la sed, las piernas doloridas tras tantas horas en pie, el calor, y, ahora, la angustia de esta espera que nos corroe, lo único que alteró nuestra existencia fue aquel hierro candente con el que marcaron nuestros cuartos traseros. El resto fue engordar, corretear por el campo, pelearnos de puro aburrimiento… Pensé muchas veces durante aquellos días, como si se tratara de un desencanto, una desconfianza genética, heredada de una raza con un destino trágico, que una vida tan tranquila y despreocupada no podía ser real, y ahora comienzo a desvelar todo, comprendo por qué, sé que en realidad aquello no era sino una muerte lenta, una vida arrebatada desde que nacimos, que incluso nos robaron eso, lo imprevisible de la muerte. Si, ahora estoy convencido, se que esta será mi última luna, aunque desconozca cómo moriré. Espero que al menos sea rápido, que no sufra tortura, ni nadie se regodeé en mi sufrimiento. Y de alguna manera, deseo que llegue, porque me defenderé, lucharé, y por primera vez, aunque sea sólo durante unos segundos, esa vida me pertenecerá.


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