2010/09/28

Frenética crisálida ensangrentada


Otro relato escrito por Patxi Irurzun 
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Don Obdulio fué uno de esos señores que se dedican a escribir cartas a los periódicos protestando por las cagadas de perros en las aceras hasta que un día se sorprendió a sí mismo meando sangre. Una crisálida roja brotó de su polla y revolviéndose nerviosa en apenas unos segundos tiñó el agua del retrete con su color. Inmediatamente después la metamorfosis continuó dentro del pecho de Don Obdulio, donde una mariposa aleteó contra las aristas de su corazón helado. Aquel miedo no era infundado. Al día siguiente el médico le comunicó que le quedaban escasos meses de vida.

—¿Por qué yo? –se preguntaba atormentado Don Obdulio.

Hombre profundamente religioso incluso sufrió una crisis espiritual. Tenía aún 45 años y no comprendía la manera en que le pagaba Dios una existencia dedicada casi con exclusividad a él. Con la cuenta atrás activada revisaba además su vida y comprendía que había desperdiciado gran parte de ella. Por ejemplo nunca había conocido mujer. En el sentido bíblico de la palabra, pues vivía con su hermana Gertrudis, solterona y meapilas como él, quien acostumbraba a leerle las sagradas escrituras y vidas de santos. Precisamente desde que conoció la fatal noticia Don Obdulio no podía quitarse de la cabeza una de estas hagiografías, la de aquel santo que tras una vida lujuriosa y disoluta murió martirizado siendo devorado por serpientes y roedores “allá por donde más había pecado”. La historia contribuía en mayor medida a su desengaño religioso pues no conseguía entender como él también tenía una víbora enroscada a las pelotas, envenenándole, en su caso, allá por donde menos, por no decir nunca, había pecado. Una paradoja así, decidió Don Obdulio, merecía, aunque tarde y poco, ajustar cuentas.

Las circunstancias no pudieron resultarle más favorables, pues por aquellas mismas fechas se mudó al piso superior al que ocupaban Don Obdulio y su hermana una bailarina de estriptis, y quiso el destino que en su primera colada se le cayera y encalara en el tendedero un tanga de encaje rojo, que la chica no bajó a reclamar por pudor.

“Si será pelandusca”, se santiguó Gertrudis, al tiempo que echaba a la basura la prenda íntima. Don Obdulio, por el contrario, esa tarde se saltó el habitual rosario. “Es que esta tarde me duele especialmente la próstata” consiguió excusarse, y una vez solo en casa recogió del cubo de la basura el tanga, acarició el suave tejido, lo olfateó y por último subió el tramo de escaleras que separaba su piso del de la bailarina de estriptis.

—Uy, como se lo agradezco –dijo ella cuando Don Obdulio le entregó la braguita–. No sabe lo cara que está la lencería, y yo no puedo precindir de ella, es mi herramienta de trabajo. Es que soy vedete ¿sabe? –le informó, al tiempo que le invitaba a entrar.

Tomaron un café y ella le recompensó con un pase privado. A partir de ese día a Don Obdulio le dolía especialmente la próstata todas la tardes a la hora del rosario. Terminó enamorándose de la chica como un pimpollo, lo cual le llevó a hacer cosas raras como canturrear “Margarita se llama mi amor” en la ducha o colgarse a modo de pendientes ramilletes de cerezas en las orejas durante las comidas

—Estás endemoniado– le decía su hermana en esas ocasiones, pero él no le hacía caso y no tardó en pedir en matrimonio a la chica.

Se declaró en un McDonalds.

—Te quiero, Margarita –dijo, y lo hizo tan apasionadamente que golpeó con la mano el café que había pedido de modo que se derramó en su regazo. Don Obdulio comenzó a dar botes, precisamente como un endemoniado. Trasladado urgentemente al hospital le fueron diagnosticadas quemaduras de tercer grado, de nuevo allá por donde menos, por no decir nunca, había pecado.

El accidente aceleró su enfermedad terminal, pero lejos de ser tristes durante aquellos últimos días Don Obdulio experimentó una alegría por vivir hasta entonces nunca conocida. Comprendió que en este mundo estamos para apostar por nuestros sueños, no importa si ganas o pierdes, para enamorarnos y colgarnos ramilletes de cerezas en las orejas, pues la vida, tarde o temprano, es una cuenta atrás, una frenética crisálida ensangrentada en el retrete. Para todos. Y él, aunque tarde y poco, había podido disfrutar de ella. Nada ni nadie podía arrebatarle aquella postrer felicidad. Ni siquiera Gertrudis, su hermana, quien se empeñó en amargarle sus últimos días con malintencionados comentarios del tipo “Desengáñate, Margarita, la pilingui esa, sólo quería tu dinero”. Ni siquiera. De hecho las últimas palabras de Don Obdulio antes de morir fueron:

—Gertrudis, bonita… que te den –y se quedó tan ancho.


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