que, al igual que otros publicados en este blog,
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Nevaba. Caían millones de copos blancos y ninguno igual. Como las personas. Unos eran enormes y majestuosos; otros diminutos, casi invisibles. Unos caían sobre la hierba o los tejados, donde eran bellos; otros sobre los estercoleros y el fango, mezclándose en una horrible amalgama grisácea. Y, como las personas, un día desaparecían todos, aunque unos fueran grandes y blanquísimos y otros chiquititos y oscuros. Desaparecían sin remedio.
Nevaba. Cada vez que las botas del soldado pisaban la nieve ésta crujía como si lo que pisaran fueran las costillas del mundo. Y cada vez que las botas del soldado pisaban la nieve las costillas del mundo crujían 100, 200 veces a sus espaldas. El soldado era el primero de la fila. Tras él, a cada lado de la carretera, dos columnas de hombres avanzaban lentamente, como hileras de procesionarias. Caminaba inclinado hacia delante, sacándole pecho a los navajazos del invierno. Pero el invierno, malhumorado, extendía entre los que caminaban tras él, con gélidos y violentos golpes de viento, el olor de su miedo, el miedo descargado en los pantalones del soldado.
Nevaba, hacía frío, pero bajo los brazos del soldado serpenteaban gotitas de sudor. Y dentro de su estómago, una y otra vez, un tigre gruñía y escupía después su aliento caliente… El soldado tenía miedo. Miraba y miraba su reloj deseando, como pocas veces había deseado algo, que pasaron esos 15 minutos, esos 15 siglos en los que le correspondía encabezar la columna. Pero en el reloj los números eran siempre los mismos. El soldado tenía miedo.
Nevaba y al soldado se le habían helado los pies, y a cada paso las correas de la mochila se hundían un poco más en sus hombros, y a cada paso el fusil pesaba un kilo más, y a cada paso el soldado envejecía otro año, un año más. Deseaba, como pocas veces había deseado algo, llegar a su casa, apoyar los pies en el radiador, sentirlos revivir, ducharse y dormir, dormir de un tirón muchas horas, pero sabía que esa noche no llegaría a su casa, ni tampoco la siguiente, ni la otra, que quizás ya nunca llegaría a su casa… El soldado apretaba los dientes y murmuraba enrabietado entre ellos: –Guerra ¡puta! Guerra ¡puta!…–, y volvía a mirar aquel reloj en el que los números eran siempre los mismos.
Nevaba, y sin embargo, allá, en medio de aquella guerra cruel, también había un muñeco de nieve, y a su lado una niña, una muchacha, que sonreía. Cuando el soldado la distinguió entre los millones de copos, de los millones de copos blancos y ninguno igual, se olvidó del miedo descargado en sus pantalones, y de su casa, a la que quizá ya nunca llegaría. Y conforme se acercaba a ella iba dibujando en su cara una sonrisa con que corresponder la de la muchacha. Y cuando estuvo junto a ella se olvidó incluso de la guerra cruel. Y entonces, de repente, se escuchó un disparo, porque aunque el soldado podía olvidarse de la guerra la guerra era tan cruel que ella no podía olvidarse del soldado. El soldado se volvió. El soldado sintió un empujón en el centro del pecho. Cayó entonces al suelo, sobre la nieve. Y vió que la muchacha ya no sonreía, y que ella también caía al suelo, sobre la nieve. Y vió que nevaba, pero la nieve ya no era blanca, sino roja, como si al caer le clavaran al mundo las costillas en el corazón, reventándolo.
Y antes de no ver ya nada más el soldado murmuró enrabietado entre sus dientes apretados:
—Guerra ¡puta!, guerra ¡puta!…
Nevaba. Caían millones de copos blancos y ninguno igual. Como las personas. Unos eran grandes y majestuosos. Otros diminutos, casi invisibles. Unos caían sobre la hierba y los tejados, donde eran bellos. Otros sobre los estercoleros y el fango, mezclándose en una horrible amalgama grisácea. Y como las personas un día desaparecían todos, aunque unos fueran grandes y blanquísimos y otros chiquititos y oscuros. Desaparecían sin remedio.
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