que, al igual que otros publicados en este blog,
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Todos los viernes, Don Crescencio, el profesor de lengua y literatura nos mandaba escribir una redacción. A Don Crescencio solíamos pintarrajearle y llenarle de escupitajos la bata blanca. Después cuando él veía las manchas decía tartamudeando: –y…y mi mujer… la… lavándola todos los días con alcohol– y se colocaba de cara a la pared para que no viéramos que estaba llorando. El hecho de que no le tomáramos en serio tenía su lado bueno, y era que escribíamos las redacciones sin inhibiciones. De ese modo nuestras historias se convertían en fantasías eróticas, crónicas deportivas… Yo solía, cuando acababa mi redacción, dictarle a mi compañero de pupitre libelos atroces contra otros profesores, o compañeros que me caían gordos, porque él siempre se ofrecía voluntario para leer la redacción y, cuando Don Crescencio se lo permitía, nos tronchábamos de risa. Para mi propia redacción solía reservar las que consideraba mis mejores capacidades pero me servía de poco, pues el profesor me devolvía siempre el cuaderno con una R, de regular.
En cierta ocasión Don Crescencio me mandó leer mi ejercicio.
A mi no me gustaba hablar en voz alta y además creía que aquel día no había estado especialmente inspirado. La redacción relataba la aventura de un esquimal que debía llevar un cargamento de cerveza desde Alaska hasta Moscú con su trineo y su valiente perro Titán tirando de él. Al final el perro moría reventado pero conseguía llevar el trineo hasta la capital rusa. Una disparatada mezcla de Colmillo blanco y el Correo del Zar. No me apetecía nada leerla, así que empecé a hacerlo nervioso y desganado, pensando que por si fuera poco después todos se partirían de risa con la redacción de mi compañero ignorando que yo, el autor de la aburrida historia de Titán, era el que se merecía toda la gloria.
Sin embargo apenas llevaba cuatro líneas cuando sentí aquel silencio sepulcral en el aula. Todos escuchaban absortos: estaban allí, de pie en el trineo, fustigando a Titán y dándole lingotazos a una lata de cerveza. ¡Estaban escuchándome, disfrutando con mi historia! Continué leyendo. Me sentía, aunque asustado, bien. Los regulares de Don Crescencio eran cagaditas de mosca comparadas con aquel silencio. Y lo mejor de todo fue cuando el empollón de la clase se quiso pasar de listo y exclamó que mi historia no era posible, porque entre Alaska y la Unión soviética se encontraba el estrecho de Bering “anchura mínima 92 kilómetros”. Mis compañeros le hicieron callar chistando malhumorados. Continué leyendo. Mi redacción explicaba que aquel estrecho permanecía helado la mayor parte del año y por eso resultaba posible atravesarlo. El empollón se calló. Le había derrotado, aunque probablemente tuviera razón y un trineo no fuera capaz de salvar los “92 kilometros anchura mínima”.
Era genial. Una redacción podía con el estrecho de Bering y con el empollón de la clase. Podías construir tu propia realidad y nadie tenía derecho a prohibirte nada.
Cuando acabé nadie aplaudió, pero el silencio se prolongó casi medio minuto. Por fin el profesor pidió otro voluntario para leer su redacción. Nadie levantó la mano, ni siquiera mi compañero de pupitre.
El lunes, cuando el Don Crescencio me devolvió el cuaderno, debajo de mi redacción había una R, de regular. Tenía fallos de concordancia, puntuación, construcciones sintácticas incorrectas… Daba igual. Me acordaba de aquel silencio y del empollón de clase derrotado en su pupitre.
En cierta ocasión Don Crescencio me mandó leer mi ejercicio.
A mi no me gustaba hablar en voz alta y además creía que aquel día no había estado especialmente inspirado. La redacción relataba la aventura de un esquimal que debía llevar un cargamento de cerveza desde Alaska hasta Moscú con su trineo y su valiente perro Titán tirando de él. Al final el perro moría reventado pero conseguía llevar el trineo hasta la capital rusa. Una disparatada mezcla de Colmillo blanco y el Correo del Zar. No me apetecía nada leerla, así que empecé a hacerlo nervioso y desganado, pensando que por si fuera poco después todos se partirían de risa con la redacción de mi compañero ignorando que yo, el autor de la aburrida historia de Titán, era el que se merecía toda la gloria.
Sin embargo apenas llevaba cuatro líneas cuando sentí aquel silencio sepulcral en el aula. Todos escuchaban absortos: estaban allí, de pie en el trineo, fustigando a Titán y dándole lingotazos a una lata de cerveza. ¡Estaban escuchándome, disfrutando con mi historia! Continué leyendo. Me sentía, aunque asustado, bien. Los regulares de Don Crescencio eran cagaditas de mosca comparadas con aquel silencio. Y lo mejor de todo fue cuando el empollón de la clase se quiso pasar de listo y exclamó que mi historia no era posible, porque entre Alaska y la Unión soviética se encontraba el estrecho de Bering “anchura mínima 92 kilómetros”. Mis compañeros le hicieron callar chistando malhumorados. Continué leyendo. Mi redacción explicaba que aquel estrecho permanecía helado la mayor parte del año y por eso resultaba posible atravesarlo. El empollón se calló. Le había derrotado, aunque probablemente tuviera razón y un trineo no fuera capaz de salvar los “92 kilometros anchura mínima”.
Era genial. Una redacción podía con el estrecho de Bering y con el empollón de la clase. Podías construir tu propia realidad y nadie tenía derecho a prohibirte nada.
Cuando acabé nadie aplaudió, pero el silencio se prolongó casi medio minuto. Por fin el profesor pidió otro voluntario para leer su redacción. Nadie levantó la mano, ni siquiera mi compañero de pupitre.
El lunes, cuando el Don Crescencio me devolvió el cuaderno, debajo de mi redacción había una R, de regular. Tenía fallos de concordancia, puntuación, construcciones sintácticas incorrectas… Daba igual. Me acordaba de aquel silencio y del empollón de clase derrotado en su pupitre.
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