2010/12/25

Siente un pobre a su mesa


Otro relato escrito por Patxi Irurzun 
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Aquellas fueron unas buenas navidades. Yo ya no odiaba aquellas fiestas; o tal vez si, pero ahora también odiaba en la misma medida a quienes a su vez las odiaban. Eran unos notas. Unos pijos jugando a hacerse los rebeldes. El actor de moda diciendo en el semanal de “El Pais” (un buen suplemento, con muchas hojas y cantidubi de fotos a color, que se pegan calentitas a la piel, bajo la ropa), que durante esos días desaparecía, que no soportaba tanta hipocresía. ¿Que pretendía, dejarnos sin trabajo? Me gustaría verlo a él, a la puerta de la iglesia. Verlo durante el resto del año, cuando ésta parece un gran monstruo con el estómago vacío y a los pocos feligreses que rumia las monedas parecen pegárseles con “loctite” al fondo del bolsillo; verlo entonces y verlo estos navideños días, en los que por el contrario su corazón es como uno de los orejones que cuecen con canela en sus cocinas, tierno y con una dulzura empalagosa, estos días en los que dejan caer desprendidos el dinero sobre nuestras mendicantes manos, para que su soniquete haga eco en su alma en forma de un villancico-enema que les deja el alma como una pátena. Que se pire lejos, todo lo lejos que quiera, el actor de moda, pero, por favor que lo haga de puntillas, sin convertir su disidencia, otra forma, quizás más bastarda, de hipocresía, en puro marketing.
Claro que ese ring en el que todo ello ha convertido las navidades, un ring en el que se enfrentan esos disidentes de diseño y los más cavernícolas defensores de las fiestas, también tiene sus cosas chachis, y es que el intercambio de golpes se recrudece, de modo que, por ejemplo éstos últimos, a juzgar por lo que me sucedió, parecen haber recuperado costumbres propias de otros tiempos, como la de sentar un pobre a la mesa en la comida del día de Navidad.

Me encontraba peleándome contra mi propia resaca a la puerta de la iglesia, contra las aerofágicas consecuencias de la cena especial del albergue de la nochebuena anterior –todavía me cosquilleaban las explosiones de pequeñas burbujas de champán, el roce de las antenas de los langostinos en las paredes de mi estómago, nada dado a otros cosquilleos que no fueran los del hambre atroz– y lamiéndome los morados sobre mi piel con los que tuve que pagarla, al darme de hostias a la puerta con otros vagabundos que llegaban en turbas a gorronear una plaza, cuando apareció, como si se tratara de un cursi telefilm americano, ella. ¡Una mierda que los ángeles no tenían sexo!

“¿Me permitiría invitarle a comer?” preguntó, con su boquita que parecía una fresa desventrada, mientras los colores se le encaramaban a sus pómulos como un melocotón en almibar y cimbreaba nerviosa su cuerpo-scalextric.

La proposición sonaba extraña, pero me arriesgué. Estaba acostumbrado a hacerlo, cada noche, cuando me acostaba en los bancos del parque, cerraba los ojos y cada pisada que escuchaba podía ser la de botas militares calzadas por cerebros rapados, o el ulular del viento el del relente de una muerte tieso de frío. Ahora, sin embargo, estaba despierto, por mucho que aquello tuviera todas las trazas de un sueño.

La muchacha me condujo hasta uno de los portales próximos. Efectivamente ella era un ángel, solo un ángel, una mandada, en este caso por algún diosecillo de las finanzas, ante la señora del cual me colocó para que me sometieran a un casting, que superé. Al parecer yo era el pobre perfecto, el que mejor hacía juego con su vajilla de porcelana china. “Que se duche”, ordenó. La chica me acompañó hasta un baño en el dentro del que podía realquilarse a varias familias numerosas de inquilinos. Fue ella misma quien entró casi una hora después, alarmada por la tardanza. Le expliqué que no había hecho el cursillo en Suecia para poner en funcionamiento la columna de hidromasaje, aunque me callé que había estado masturbándome, y que en lugar de una ventisca de esperma al correrme había expulsado la sangre blanca de un millón de querubines, sacrificados en su honor.

Me vistieron como en un anuncio de colonias y me sentaron a un extremo de una kilométrica mesa. Todo estaba en silencio, un silencio perfecto que no parecía molestar ni a dios y su mujer, ni a mi (como si todos aceptáramos aquello como una fría transacción), un silencio sólo perfectamente roto por mis manducas trasegando los pantagruélicos manjares que fueron desfilando ante mis ojos voraces, más incluso que mi estómago, pues al cabo de varios platos no lo pude evitar y expulsé un torrente de vómitos, como un río hediondo y turbulento que arrastraba los cuerpos de todos aquellos que de verdad tenían motivos para odiar las fiestas, por ejemplo, quienes se volaban los sesos en habitaciones solitarias jugando a la ruleta rusa en la noche más vieja del milenio–un disparo en cada campanada–,

Y mientras vomitaba, como si fuera un ventrílocuo, o el ventrículo de un ventrílocuo –pues lo hice de todo corazón– todavía tuve tiempo y energías para decir: Feliz Navidad.


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