que, al igual que otros publicados en este blog,
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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La primera vez que escribí un cuento tenía cinco o seis años –hay que ver, tan pequeñito y ya tan desgraciado, contagiado por esa terrible enfermedad–. Fue en el campo. Me había destripado un dedo trepando a un árbol, cuando uno de aquellos anillos con sello se enganchó en uno de sus nudos, y ya no pude, ya no me dejaron seguir jugando con mis hermanos y mis primos, continuar taponando los hormigueros, meándome en las brasas de las fogatas domingueras… Fue entonces cuando, ¡voila! mi madre sacó de la chistera que es el bolso de todas las mamás un lápiz y un cuaderno, que todavía conservo y en la cual aparece garabateado aquel primer cuento. Cuenta la historia de unas mariposas a las que les gustaba oler las flores en vez de ir al cole, y cuando fueron mayores, se hicieron pelotaris, como mi abuelito, y restaban todos los tantos desplazándose rápidamente por el aire y recogiendo suavemente con sus alas la pelota… Cosas por el estilo, no importaba. Lo que de verdad importaba era que de esa manera podía seguir trepando a los árboles, y hasta encaramándome a sus ramas más altas, aquellas a las que sólo podía llegar con mi imaginación.