que, al igual que otros publicados en este blog,
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Nevaba. Caían millones de copos blancos y ninguno igual. Como las personas. Unos eran enormes y majestuosos; otros diminutos, casi invisibles. Unos caían sobre la hierba o los tejados, donde eran bellos; otros sobre los estercoleros y el fango, mezclándose en una horrible amalgama grisácea. Y, como las personas, un día desaparecían todos, aunque unos fueran grandes y blanquísimos y otros chiquititos y oscuros. Desaparecían sin remedio.
Nevaba. Cada vez que las botas del soldado pisaban la nieve ésta crujía como si lo que pisaran fueran las costillas del mundo. Y cada vez que las botas del soldado pisaban la nieve las costillas del mundo crujían 100, 200 veces a sus espaldas. El soldado era el primero de la fila. Tras él, a cada lado de la carretera, dos columnas de hombres avanzaban lentamente, como hileras de procesionarias. Caminaba inclinado hacia delante, sacándole pecho a los navajazos del invierno. Pero el invierno, malhumorado, extendía entre los que caminaban tras él, con gélidos y violentos golpes de viento, el olor de su miedo, el miedo descargado en los pantalones del soldado.