que, al igual que otros publicados en este blog,
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Todos los viernes, Don Crescencio, el profesor de lengua y literatura nos mandaba escribir una redacción. A Don Crescencio solíamos pintarrajearle y llenarle de escupitajos la bata blanca. Después cuando él veía las manchas decía tartamudeando: –y…y mi mujer… la… lavándola todos los días con alcohol– y se colocaba de cara a la pared para que no viéramos que estaba llorando. El hecho de que no le tomáramos en serio tenía su lado bueno, y era que escribíamos las redacciones sin inhibiciones. De ese modo nuestras historias se convertían en fantasías eróticas, crónicas deportivas… Yo solía, cuando acababa mi redacción, dictarle a mi compañero de pupitre libelos atroces contra otros profesores, o compañeros que me caían gordos, porque él siempre se ofrecía voluntario para leer la redacción y, cuando Don Crescencio se lo permitía, nos tronchábamos de risa. Para mi propia redacción solía reservar las que consideraba mis mejores capacidades pero me servía de poco, pues el profesor me devolvía siempre el cuaderno con una R, de regular.
En cierta ocasión Don Crescencio me mandó leer mi ejercicio.
En cierta ocasión Don Crescencio me mandó leer mi ejercicio.