que, al igual que otros publicados en este blog,
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Señora directora: hace unos días leí una entrevista en su periódico en la que, junto a una fotografía en la que aparecía tal y como su madre lo echó al mundo –supongo que entre grandes dolores, a juzgar por el perímetro de su laureado cráneo– un actor de moda afirmaba, haciéndose el guay, ser una “persona humana muy tímida”.
No es la primera vez que, sobre todo personajes de ese ámbito de la farándula, se subraya ese rasgo de su carácter, la timidez, de tal manera que, presentándolo como una cualidad, una especie de adorable imperfección que supuestamente revelaría hipersensibilidad, nobleza de sentimientos, humanidad en suma –puede que de ahí la redundante gilipollez esa de “persona humana”–, en realidad no hace sino poner en evidencia una desfachatez sólo igualada por su ignorancia, rayana en el retraso mental.
Al menos eso es lo que cualquier persona real y enfermizamente tímida, como es mi caso, piensa cuando oye declaraciones del tipo “yo en el fondo soy muy tímido” después de que, por ejemplo, quien las realiza haya movido el esqueleto al compás de “El baile del pañuelo” sobre la mesa de “Crónicas Marcianas”, o escuchar en otros programas como esa especie de cacheo sentimental al que somete otro gran tímido, Don Pedro Ruiz (a quien es notoria la vergüenza que le ha provocado siempre ripiar poeta y teta, atiplar su voz para decirle a Carolina lo buena que estaba, o publicar sus discos, que graba exclusivamente como mínima aportación de su genio renacentista a la humanidad y todas sus personas) escuchar, decíamos, a buena parte de los invitados de este pequeño gran hombre, en muchas ocasiones actores, cómicos, artistas a los que la vocación –todo eso de colocarse sobre un escenario cientos de personas, o bailar, desnudarse, etc, ante la cámara, se la despierta por una cuestión de pura lógica su introversión–, hablar de sus sentimientos con una naturalidad y ausencia de pudor más propia de un concursante de Gran Hermano que del tímido que, confiesan, esconden tras su enorme corazón.
No es la primera vez que, sobre todo personajes de ese ámbito de la farándula, se subraya ese rasgo de su carácter, la timidez, de tal manera que, presentándolo como una cualidad, una especie de adorable imperfección que supuestamente revelaría hipersensibilidad, nobleza de sentimientos, humanidad en suma –puede que de ahí la redundante gilipollez esa de “persona humana”–, en realidad no hace sino poner en evidencia una desfachatez sólo igualada por su ignorancia, rayana en el retraso mental.
Al menos eso es lo que cualquier persona real y enfermizamente tímida, como es mi caso, piensa cuando oye declaraciones del tipo “yo en el fondo soy muy tímido” después de que, por ejemplo, quien las realiza haya movido el esqueleto al compás de “El baile del pañuelo” sobre la mesa de “Crónicas Marcianas”, o escuchar en otros programas como esa especie de cacheo sentimental al que somete otro gran tímido, Don Pedro Ruiz (a quien es notoria la vergüenza que le ha provocado siempre ripiar poeta y teta, atiplar su voz para decirle a Carolina lo buena que estaba, o publicar sus discos, que graba exclusivamente como mínima aportación de su genio renacentista a la humanidad y todas sus personas) escuchar, decíamos, a buena parte de los invitados de este pequeño gran hombre, en muchas ocasiones actores, cómicos, artistas a los que la vocación –todo eso de colocarse sobre un escenario cientos de personas, o bailar, desnudarse, etc, ante la cámara, se la despierta por una cuestión de pura lógica su introversión–, hablar de sus sentimientos con una naturalidad y ausencia de pudor más propia de un concursante de Gran Hermano que del tímido que, confiesan, esconden tras su enorme corazón.
La timidez, señoras y señores, no tiene nada que ver con todo eso.
La timidez es una cadena perpetua, un pecado original que te obliga a arrastrar de por vida una bola de penitente en el lugar del corazón, una injusta condena de la que sin embargo uno se siente responsable en cada uno de sus actos, incluso los más vulgares. Cuando te levantas a media mañana, en mitad de la dormida de una borrachera, y caminas de puntillas como si en lugar de a orinar fueras a degollar a alguien. Cuando no consigues orinar si hay alguien cerca. Cuando deseas degollar a quien intenta acercarse a los demás, ganarse su cariño, ligar, utilizando una falsa timidez, como si de algo encantador se tratara…Y también cuando todos se te cuelan en la barra del bar, cuando deseas a alguien pero nunca sabrás si alguien te desea a ti –aunque, paradójicamente, lo sepas– porque no te atreves a marcar su número de telefono, cuando decir no es como un parto de nalgas…
Cuando, en suma, sabes que dentro de ti hay mucho más de lo que nunca podrás sacar fuera.
La timidez es como una botella de champán con el tapón atravesado en el cuello que se va pudriendo poco a poco, mientras las burbujas pierden gas y uno se embriaga en su propia amargura, se tambalea, cae sobre charcos de agua sucia.
La timidez no es guay.
Le ruego por ello encarecidamente, señora directora, que en lo sucesivo, por respeto a los que sufrimos en silencio esta sangrante hemorroides del corazón que es la introversión, su periódico se abstenga de reproducir, incorpore incluso a su libro de estilo como una aberración la frase “yo es que en el fondo soy una persona humana muy tímida”, al menos puesta en boca de personajes como los descritos. Sin otro particular, tímidamente, reciba un cordial saludo.
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