2011/03/22

Ziztu bizian


Otro relato escrito por Patxi Irurzun 
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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No recuerdo exactamente que fue lo que le dije a ese jubilado que se juega la vida voluntariamente cada mañana entre el tráfico, en el paso de cebra, a la salida de los niños de la escuela. Él, a juzgar por la mirada que me lanzó, como si fuera un marciano, creo que lo recuerda todavía mucho menos. En todo caso era algo en euskera; o en un idioma que remotamente se le pareciera. Quizás el propio marciano.


Esa mañana el tema nuevo en el euskaltegi había sido todo lo relacionado con conducir, el coche, el carnet, a la izquierda, a la derecha, “a toda hostia”, que era la traducción, como una abstracción, que yo había hecho en mi mente de “ziztu bizian” y probablemente lo que le dijera al jubilado, al que habría confundido con alguno de mis compañeros de “gela”, creyéndome todavía el personaje de uno de aquellos “antzezki” que tan nervioso me ponían (no sabía si algún día llegaría a hablar euskera pero lo que si sabía seguro era que nunca me darían un Oscar).

Aprender “euskera” se parecía un poco a aprender a conducir, por cierto. Había días que salías de clase creyéndote Fitipaldi, o miembro de Euskaltzaindia, y otros en los que estabas a punto de atropellar a un jubilado, o le decías “ziztu bizian”, sin que viniera demasiado a cuento.

Aquel día, a pesar del incidente, era uno de los primeros. Además cuando llegué a casa mi sobrina había vuelto ya de la ikastola. Ella es la persona con la que más practico el euskera y con la que menos me importa meter la pata, no se si tendrá algo que ver que sólo tenga tres años. Hemos hablado pues, de nuestras cosas, y aunque al principio la conversación iba bien encauzada (yo le preguntaba “Zenbat urte dituzu?” “Nongoa zara? Zein da zure lana?) de repente, glup, me ha pedido que le cuente el cuento de “caperucita y otsoa” (yo creo que ha empleado el euskañol para que le entendiera), y aunque, lo prometo, lo he intentado, ella hacía a veces preguntas indescifrables, otras se reía a mandíbula batiente, y, eso era lo peor de todo, de vez en cuando me miraba exactamente igual que el jubilado del paso de cebra: como a un marciano.

Menos mal, que me he tomado la revancha una vez acabado el cuento –vete tu a saber cómo, aunque mi rudimentario euskera tampoco puede llevar mucho más lejos el absurdo de un cuento infantil en el que el lobo es un travesti –.

Era la hora de comer, y puesto que mi sobrina se hacía la remolona, le he dicho que fuera a la cocina “ziztu bizian”. El tono de mi voz le ha hecho comprender también correctamente el sentido de la expresión– espero que de otra manera que “a toda hostia”–, aunque creo que nunca la había oído. Ahora, en cierto modo, estábamos empates.

Después los dos hemos entrado a la cocina cogiditos de la mano, como dos niños de tres años, a los que todavía les queda tanto por aprender pero a los que no les falta ni ilusión ni curiosidad.


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