que, al igual que otros publicados en este blog,
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Se ve durante estos últimos días en televisión un anuncio de una agencia de viajes en el que se pronostica una veraniega invasión de españoles por todo Europa, la cual aparece ilustrada con la imagen de un curriqui taladrando una calle –londinense, por ejemplo– y tras él una fila de turistas supervisando un trabajo que cada uno de ellos, por supuesto, llevaría a cabo de una forma mucho más atinada.
Durante la pasada Semana Santa un servidor pudo presenciar diversas avanzadillas de estas hordas de turistas-conquistadores campando a sus anchas por Europa –en este caso concreto Lisboa– y haciendo gala de su castizo talante en una serie de escenas que paso a describir.
Durante la pasada Semana Santa un servidor pudo presenciar diversas avanzadillas de estas hordas de turistas-conquistadores campando a sus anchas por Europa –en este caso concreto Lisboa– y haciendo gala de su castizo talante en una serie de escenas que paso a describir.
La primera de ellas en realidad no fue protagonizada por súbditos españoles, sino por un taxista que, sin embargo, debía haber aprendido su perfecto castellano en el canal internacional con el que televisión española promociona su cultura de la mano de destacados representantes de la misma como la Pantoja, Los Morancos o Jose Luis Moreno.
—Las fronteras no deberían existir, todo esto debería de ser Iberia, ni portugueses, ni españoles…– sentenció el taxista en un impulso libertario nada propio del prototipo de taxista fascista, al que, sin embargo, no tardó en hacer honor añadiendo: –…ni, claro, mucho menos catalanes o terroristas de esos– que debía de ser la manera en que había aprendido a llamar a los vascos en los telediarios con los que el mismo canal internacional completaba su parrilla de programación.
La segunda escena tuvo lugar en el famoso Elevador de Santa Justa que conecta Baixa con el Barrio Alto lisboeta, a cuya taquilla se había formado una considerable cola en cuya cabeza un grupito discutía con el expendedor en los siguientes términos:
—Pero ¿cómo que no se puede pagar con pesetas, pero bueno dónde se ha visto?
Desde luego: ¿donde se había visto, tener que pagar solo con escudos, la moneda portuguesa, en pleno centro de Lisboa?
Estamos ahora esperando el tranvía numero 28, que nos llevará colina arriba hasta Alfama, eso si conseguimos que esta vez no aparezca ningún otro grupo de españoles que considere que nos encontramos en la marquesina tomando el sol en lugar de guardando cola. Ha habido suerte, ya hemos conseguido colocar un pie en el primer escalón del tranvía, pero ¿que sucede? La fila no avanza. El conductor está intentando convencer a una señora que los billetes para dos viajes no son válidos en plan “pack”, es decir uno para todo el grupo de jubilados que lidera, la mitad del cual ya está acomodado por los diferentes asientos, en extrañas posturas con las que reservar el sitio a los compañeros que todavía quedan en tierra.
—Pues esto en Torrelodones no pasa– dice la cabecilla, para a continuación añadir:
—Las fronteras no deberían existir, todo esto debería de ser Iberia, ni portugueses, ni españoles…– sentenció el taxista en un impulso libertario nada propio del prototipo de taxista fascista, al que, sin embargo, no tardó en hacer honor añadiendo: –…ni, claro, mucho menos catalanes o terroristas de esos– que debía de ser la manera en que había aprendido a llamar a los vascos en los telediarios con los que el mismo canal internacional completaba su parrilla de programación.
La segunda escena tuvo lugar en el famoso Elevador de Santa Justa que conecta Baixa con el Barrio Alto lisboeta, a cuya taquilla se había formado una considerable cola en cuya cabeza un grupito discutía con el expendedor en los siguientes términos:
—Pero ¿cómo que no se puede pagar con pesetas, pero bueno dónde se ha visto?
Desde luego: ¿donde se había visto, tener que pagar solo con escudos, la moneda portuguesa, en pleno centro de Lisboa?
Estamos ahora esperando el tranvía numero 28, que nos llevará colina arriba hasta Alfama, eso si conseguimos que esta vez no aparezca ningún otro grupo de españoles que considere que nos encontramos en la marquesina tomando el sol en lugar de guardando cola. Ha habido suerte, ya hemos conseguido colocar un pie en el primer escalón del tranvía, pero ¿que sucede? La fila no avanza. El conductor está intentando convencer a una señora que los billetes para dos viajes no son válidos en plan “pack”, es decir uno para todo el grupo de jubilados que lidera, la mitad del cual ya está acomodado por los diferentes asientos, en extrañas posturas con las que reservar el sitio a los compañeros que todavía quedan en tierra.
—Pues esto en Torrelodones no pasa– dice la cabecilla, para a continuación añadir:
—Anda, vámonos, que se fastidie la Alfama esa– privándola del honor de su visita al recoleto barrio.
La siguiente conversación tuvo lugar en el Oceanario de Lisboa, a cuya puerta un cartelón en el que, como dios manda, esto es en la lengua de Cervantes, la cual nunca se ha obligado a hablar a nadie (igual porque, por ejemplo, para los descubridores los millones de indios que se pulieron eran precisamente eso, nadie), se advierte de que no está permitido sacar fotos.
—Oye, Manolo, aquí hay un par de focas echando un casquete, ya te mandaré el retrato que les he sacado, o mejor vienes tú a verlo, está muy bien, aunque no te traigas el móvil, que está prohibido enchufarlo aquí dentro.
Y así hasta la saciedad.
El anuncio de la compañía de viajes podría suponer cierto avance en este tipo de actitudes “tipical spanish”, en tanto que sería una muestra de humor nada hispano, tan dado a reírse de los demás pero nunca de si mismos, de no ser porque es más que probable que en realidad no esté descojonándose de esa prepotencia y ese garrulismo, sino enorgulleciéndose de ellos.
—Pero si somos los mejores, los más normales– como decían un grupo de madrileños hombres de negocios tras entrar en la sala de embarque del aeropuerto y dejarse atravesar encantados por las miradas del resto de pasajeros, a los que, por el contrario, no les parecía tan normal sentir sus alientos apestando a vino en el cogote, ni ser golpeados con el equipaje de mano “sin querer”. Y es lo que pasa: cuando los demás te importan un huevo, o dos cojones, que es como más español, las cosas suceden muy a menudo “sin querer”.
Pues nada. Que viva España. Pero a ser posible que deje también vivir a los demás.
La siguiente conversación tuvo lugar en el Oceanario de Lisboa, a cuya puerta un cartelón en el que, como dios manda, esto es en la lengua de Cervantes, la cual nunca se ha obligado a hablar a nadie (igual porque, por ejemplo, para los descubridores los millones de indios que se pulieron eran precisamente eso, nadie), se advierte de que no está permitido sacar fotos.
—Oye, Manolo, aquí hay un par de focas echando un casquete, ya te mandaré el retrato que les he sacado, o mejor vienes tú a verlo, está muy bien, aunque no te traigas el móvil, que está prohibido enchufarlo aquí dentro.
Y así hasta la saciedad.
El anuncio de la compañía de viajes podría suponer cierto avance en este tipo de actitudes “tipical spanish”, en tanto que sería una muestra de humor nada hispano, tan dado a reírse de los demás pero nunca de si mismos, de no ser porque es más que probable que en realidad no esté descojonándose de esa prepotencia y ese garrulismo, sino enorgulleciéndose de ellos.
—Pero si somos los mejores, los más normales– como decían un grupo de madrileños hombres de negocios tras entrar en la sala de embarque del aeropuerto y dejarse atravesar encantados por las miradas del resto de pasajeros, a los que, por el contrario, no les parecía tan normal sentir sus alientos apestando a vino en el cogote, ni ser golpeados con el equipaje de mano “sin querer”. Y es lo que pasa: cuando los demás te importan un huevo, o dos cojones, que es como más español, las cosas suceden muy a menudo “sin querer”.
Pues nada. Que viva España. Pero a ser posible que deje también vivir a los demás.
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