que, al igual que otros publicados en este blog,
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
---------------------------------------------
---------------------------------------------
Ha llegado el invierno. El invierno de verdad. Ese frío que traspasa el cuerpo como un carámbano hasta los tuétanos. Mi chabolo se encuentra en una esquina de la prisión y el viento helado lo golpea sin piedad hasta convertir sus paredes en una nevera. Pero no me importa. Lo prefiero a cualquiera de esos otros que dan al patio, donde el paisaje son solo los tendereros, la ropa interior colgada como una bandera blanca, una rendición, un desierto de caricias. Desde la ventana de mi chabolo veo el monte, el sol, la luna, los pájaros que pasan… Mi chabolo es un sol de hielo negro, un sol que un dios canalla, un dios a imagen y semejanza del hombre, ha apagado de un manotazo pero alrededor del cual, a pesar de todo, la tierra sigue girando. Un dios crepuscular al que cada atardecer de verano las parejas degollan para tumbarse bajo los rescoldos de su cielo ensangrentado a comerse un helado entre beso y beso. Como si su amor fuera una venganza por el que nos han arrebatado a nosotras a cambio de estos días iguales –recuento, comedor, patio…–, estos días de fugas abortadas en llamadas y vis a vis cronometrados, en cartas rasgadas a las que sin embargo no pueden tapar los agujeros que nos dejan ver fugazmente el otro lado del muro. Y así sé que aunque aquí todo esté detenido, fuera las estaciones se suceden, después del verano llega el otoño y tras las rejas los montes se peinan con las cenizas de cielos grises y hojas amarillas, hojas que en la ciudad los barrenderos amontonan, y sobre las cuales se lanzan los niños, sienten regocijados crujir bajo sus cuerpecitos la hojarasca seca, muerta, la reducen a polvo entre carcajadas, completan sin tener conciencia de ello el ciclo, y así la vida sigue, y no hay chabolo en el que puedan encerrarla, en el que la vida quepa por completo, sólo pueden encarcelar nuestros cuerpos, pero nuestros sueños, nuestros recuerdos, traspasan los muros, y lo mismo hacen, en dirección contraria, los de quienes nos quieren y nos esperan al otro lado…
El cuerpo, sin embargo, ese cuerpo arrojado a la intemperie de un invierno que hurga en los adentros como un perro rabioso y hambriento, también necesita aquí dentro de vez en cuando calor, y los viajes proyectados con la imaginación, los pájaros que se posan en el alfeizar de la ventana, toda esa poesía carcelaria, necesaria para no perder la esperanza, no son suficientes. No fueron suficientes ayer, cuando salió mi compañera de celda.
—Hace frío en este chabolo –dice ahora la nueva.
Una más. Ya he perdido la cuenta. Es así a menudo, creo que lo hacen para castigarme, para embrutecerme, para arrebatarme la dignidad, para anestesiarme los sentimientos. Desean aislarme. Quieren que aprenda a no quererlas, que envidie y odie su libertad, que me rompa esperando mi turno. Pero yo me resisto, y ayer cuando me despedí de mi compañera lloré, lloré por ella, como si no fuera sólo otra más, un número más, y también lloré por mi, incluso lloré por ellos, por esos carceleros, por todas las miserias y grandezas del ser humano, y cada lágrima, al contrario de lo que ellos creían, era una liberación, una victoria.
—Si, ya ha llegado el invierno. El invierno de verdad –contesto.
Sólo es una llave para iniciar una conversación. Hablamos. Me cuenta que tiene tres niños. Me enseña sus fotrografías. Tienen la piel oscura y los ojos grandes y negros. Le digo que son muy hermosos. Se le llenan los ojos de lágrimas y se vuelve avergonzada hacia la ventana. Yo le cuento como es mi país. Ya no hace tanto frío. Dentro de poco llegará la primavera.
Iruzkinak. Bota hemen zurea:
0 iruzkin. Gehitu zurea:
Argitaratu iruzkina