que, al igual que otros publicados en este blog,
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Aquella mañana el hombre dejó el periódico sobre la mesa de la cocina y salió a la calle para que los remolinos de hojarasca otoñal engulleran todas las malas noticias. Al hombre le gustaba el otoño, porque era como una prolongación de su estado de ánimo habitual, melancólico, gris, sereno. Al hombre también le gustaba leer los periódicos por la mañana, pero en los últimos días se asustaba cada vez que lo hacía, pues veía cómo éstos hacían resucitar viejos fantasmas, cómo repetían hasta convertir en familiares palabras terribles como patria, guerra, religión…
Ganduleó, pues, por los porches de la vieja plaza, entre aquellos otros remolinos de coleccionistas que manoseaban monedas. Casi todos hombres, muy serios, con la trascendencia en el gesto que impone enredar en el motor del mundo, el dinero, descubrir en los rostros de todos aquellos viejos reyes y generales muescas de antiguas averías y saber que, a pesar de todo, ese motor, tarde o temprano, volverá reventar.
El hombre pensó en todas las manos a través de las cuales habrían pasado aquellas monedas, manos agrietadas por el trabajo, manos que tal vez en algún momento se habrían ensuciado de sangre ajena, derramada para saciar la sed infinita y voraz de aquellos reyes y generales, manos que, sin embargo, con toda seguridad, en algún momento habrían acariciado a personas mucho más próximas, a las que no veían en el reverso de una moneda, sino cada día, frente a frente: sus hijos, sus madres, sus amigos; manos que acariciaban cada noche la última piel, protegida entre sensibles pliegues, de la persona amada.
Continuó caminando en dirección a los puestos de libros, y comenzó a revolver entre los viejos ejemplares. Filosofía, historia, literatura… “¿De qué había servido todo esto?”, pensó el hombre “¿Qué hemos aprendido?” Quizás el único sentido que tuviera la cultura fuera ya retroceder a través de ella, hasta acabar de nuevo apelotonados en las cuevas, alrededor del fuego, un gran fuego hecho con todos aquellos libros; trabajar durante una hora al día para procurarnos el sustento y dedicar el resto del día a holgar y hacer el amor; reducir la idea de dios a la imagen de un bisonte sobre una pared húmeda, el mismo bisonte que hemos despellejado para construir con su piel los borceguíes con que calzamos nuestros pies y en los cuales se aloja nuestra única patria.
“Una Arcadia, en definitiva, tan feliz como imposible”, se dijo el hombre, pero de regreso a casa, a la sórdida realidad del periódico goteando sangre sobre la mesa de la cocina, cruzó un parque y vio a dos quinceañeros sentados en un banco besándose como si aquellos fueran en efecto los últimos segundos de vida de aquella vieja tastarra que era el mundo, antes de reventar de nuevo, esta vez para siempre. Besos desesperados, terminales, contaminados con humo: de vez en cuando el muchacho separaba los labios de los de la chica, le daba una profunda calada a un cigarrillo y a continuación ella se tragaba su pulmón, para escupírselo a continuación en la cara, entre risas. Besos que sólo les pertenecían a ellos, como un tesoro, un secreto, pero que a su vez nos pertenecían a todos, besos que unas generaciones transmitían a otras, primero entre los amantes, después los padres a sus hijos y finalmente estos de nuevo a otros amantes.
“El amor, el verdadero motor del mundo”, se dijo el hombre y continuó su camino entre los remolinos de hojarasca, bajo aquel gran cielo gris, melancólico, sereno.
Ganduleó, pues, por los porches de la vieja plaza, entre aquellos otros remolinos de coleccionistas que manoseaban monedas. Casi todos hombres, muy serios, con la trascendencia en el gesto que impone enredar en el motor del mundo, el dinero, descubrir en los rostros de todos aquellos viejos reyes y generales muescas de antiguas averías y saber que, a pesar de todo, ese motor, tarde o temprano, volverá reventar.
El hombre pensó en todas las manos a través de las cuales habrían pasado aquellas monedas, manos agrietadas por el trabajo, manos que tal vez en algún momento se habrían ensuciado de sangre ajena, derramada para saciar la sed infinita y voraz de aquellos reyes y generales, manos que, sin embargo, con toda seguridad, en algún momento habrían acariciado a personas mucho más próximas, a las que no veían en el reverso de una moneda, sino cada día, frente a frente: sus hijos, sus madres, sus amigos; manos que acariciaban cada noche la última piel, protegida entre sensibles pliegues, de la persona amada.
Continuó caminando en dirección a los puestos de libros, y comenzó a revolver entre los viejos ejemplares. Filosofía, historia, literatura… “¿De qué había servido todo esto?”, pensó el hombre “¿Qué hemos aprendido?” Quizás el único sentido que tuviera la cultura fuera ya retroceder a través de ella, hasta acabar de nuevo apelotonados en las cuevas, alrededor del fuego, un gran fuego hecho con todos aquellos libros; trabajar durante una hora al día para procurarnos el sustento y dedicar el resto del día a holgar y hacer el amor; reducir la idea de dios a la imagen de un bisonte sobre una pared húmeda, el mismo bisonte que hemos despellejado para construir con su piel los borceguíes con que calzamos nuestros pies y en los cuales se aloja nuestra única patria.
“Una Arcadia, en definitiva, tan feliz como imposible”, se dijo el hombre, pero de regreso a casa, a la sórdida realidad del periódico goteando sangre sobre la mesa de la cocina, cruzó un parque y vio a dos quinceañeros sentados en un banco besándose como si aquellos fueran en efecto los últimos segundos de vida de aquella vieja tastarra que era el mundo, antes de reventar de nuevo, esta vez para siempre. Besos desesperados, terminales, contaminados con humo: de vez en cuando el muchacho separaba los labios de los de la chica, le daba una profunda calada a un cigarrillo y a continuación ella se tragaba su pulmón, para escupírselo a continuación en la cara, entre risas. Besos que sólo les pertenecían a ellos, como un tesoro, un secreto, pero que a su vez nos pertenecían a todos, besos que unas generaciones transmitían a otras, primero entre los amantes, después los padres a sus hijos y finalmente estos de nuevo a otros amantes.
“El amor, el verdadero motor del mundo”, se dijo el hombre y continuó su camino entre los remolinos de hojarasca, bajo aquel gran cielo gris, melancólico, sereno.
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