que, al igual que otros publicados en este blog,
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Homer Simpson volvía a casa en su coche con The Who a todo volumen. A Homer le gustaba cantar mientras conducía. Por eso se había sacado el carnet en el instituto. Bueno, por eso y para poder aparcar en lo alto de aquella colina desde el que se veían todas las luces de la ciudad y el reflejo metálico de los refuerzos del sujetador de Marge brillando en la noche. Entre todas aquellas luces la más intensa la del McAuto. Quizás Homer se hubiera sacado el carnet solo porque le pirriaban los aritos de cebolla del McAuto (únicamente había una cosa que le hacía chuperretearse los dedos con más entusiasmo: el pollo al curry del badulaque de Apu). Daba igual, el caso es que aquella noche por fin Homer podía cantar a pleno pulmón, solo en el coche, sin preocuparse todo el rato de interrumpirse para regañarle a Bart por hacer calvos por la ventanilla.
—Angelito– le disculpó Homer, porque él era un padre de familia ejemplar, que adoraba a su mujer, a sus hijos y a su perro “Aprendiz de Santa Claus”. Sobre todo cuando éstos estaban lejos.
Aquella noche Homer se sentía feliz. Por fin había encontrado un empleo agradable que le permitiera olvidarse del suyo en la central nuclear. Homer era la nueva mascota del equipo de beisbol de Springfield, un diablillo regordete con el número 666 y el nombre de Osama ben Laden a la espalda. Su amigo Barney le había conseguido aquel currele cuando uno de sus eructos hipohuracanados reventó las costuras del traje y tuvo que buscarse un sustituto. Una mala excusa, teniendo en cuenta las dimensiones de la tripa de Homer. Lo cierto es que nadie quería hacer aquel trabajo. A Homer sin embargo, le gustaba, no le importaba que el público le arrojase latas, los envases vacíos de palomitas, algún que otro escupitajo. Era un curro fácil: apenas unas volteretas, alguna gracia unos minutos antes, en los intermedios y al final del partido, y punto com. Y en las últimas semanas ni siquiera eso, pues al inicio de cada partido siempre había un desfile de bomberos, o salía Sting, o Paul MCcarney cantando el himno americano, todo ello mientras el público agitaba sus banderitas, y sentía que sus ojos y su entrepierna se humedecían, al tiempo que se preguntaban “¿oh, dios, porque nos odian tanto esos moros hijoputas?”. Aquella misma noche, sin ir más lejos, una escuadrilla de bombarderos había sobrevolado el estadio en un simulacro de operación humanitaria que había resultado casi perfecto, exceptuando que en el fondo sur, justo donde alguien había colocado una pancarta pacifista, los aviones habían dejado caer unas cuantas bombas racimo en lugar de los kits de alimentos. Un error de nada, y comprensible, habida cuenta que las bolsitas amarillas que contenían una y otra cosa eran prácticamente similares.
A pesar de aquellos detalles sin importancia América era un gran país y aquel un buen trabajo, y Homer, al pasar junto al badulaque de Apu, pensó que hubiera estado muy bien celebrar todo ello con una buena ración de pollo al curry, sino fuera porque en ese momento el badulaque en cuestión era pasto de las llamas y Apu lloraba desconsoladamente a su puerta mientras varias decenas de ciudadanos indignados le llamaba terrorista y talibán de mierda. Homer sentía pena por Apu, sabía perfectamente como se sentía, pero siguió conduciendo y berreando canciones de The Who. Siempre quedaría un McAuto con sus aritos de cebolla.
Cuando Homer llegó a casa los niños ya se habían acostado. Le preguntó a Marge por ellos. Bart había vuelto a llegar tarde del colegio porque tuvo que copiar cien veces en la pizarra “No me gastaré en tebeos mi dolar para los niños afganos, ellos no son nuestros enemigos, sino los terroristas, o estás de acuerdo con el presidente o tú también eres un terrorista”. Lisa había pasado toda la tarde en su habitación ensayando “Imagine” con su saxofón, porque creía que la música, incluso la “no recomendada”, podía detener la guerra. En cuanto a la pequeña, ¿como demonios se llamaba la pequeña?
—¿Por qué no seremos una familia americana como otra cualquiera?– intentó disimular Homer, y se dirigió hacia el frigo a por una cerveza. Pensó que aquel era un mal momento para decirle a Marge que había dejado la central nuclear y había conseguido un nuevo trabajo, haciendo de demonio; o sea de Osama ben Laden.
—Mosquis– murmuró, y tras atizarse un buen trago soltó un sonoro eructo. A la salud de los Estados Unidos de América.
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