2011/08/18

Ángeles en el infierno


Otro relato escrito por Patxi Irurzun 
que, al igual que otros publicados en este blog,
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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A aquella mujer no le gustaban los hospitales. A nadie le gustan los hospitales. La vida y la muerte se agarran en ellos por las solapas y a menudo todos miramos para otro lado, como si fuera una pelea entre desconocidos. En cierto modo lo es: sabemos tan poco sobre nosotros mismos, somos tan incapaces de responder a preguntas tan elementales (¿quienes somos? ¿a dónde vamos?…) que las clases de filosofía deberían impartirse en un hospital, alrededor de un quirófano o un paritorio.

—Quizás la vida sólo sea una escupidera debajo de la cama, una bolsa de orina turbia al final de una sonda, el aliento de un dios con las muelas picadas– pensó la mujer, quien no es que fuera una escritora existencialista, ni tampoco que tocara en un grupo grunge: aquella mujer, simplemente, la estaba palmando. Daba igual que sus amigos y familiares rodearan su cama, sonrieran o hablaran como si no vieran toda aquella enredadera de goteros convertida en una prolongación de sus arterias. La mujer lo sabía, lo veía al fondo de los ojos de su hija, limpios y temblorosos, como dos agónicos moscardones removiendo con sus patas peludas sendos cuencos de agua cristalina; aquellos ojos que le miraban sin comprender qué hacía tendida en una cama, en lugar de persiguiéndole por el pasillo de casa, haciéndole cosquillas una vez que la atrapaba, llevándole a borriquito a la cama… Ella lo sabía: la estaba palmando.

—Lucky man, lucky man, lucky man…– entonó alegremente, sin embargo.

Aquella canción, la preferida de su marido, era una contraseña entre ellas dos. Deseaba que la carita de la niña se iluminara como un sol que le alumbrara por dentro y reflejara en el lado oscuro de su corazón el vivo retrato de su padre, el chico más extraño de todo el manicomio. Incluso su belleza era extraña, tan perfecta que parecía irreal, de otro planeta. La niña, por el contrario, había heredado junto con aquella belleza de su padre todas las imperfecciones de la madre, sus cejas espesas, sus dientes amontonados, y todo ello particularizaba aquella belleza, la hacía más real que la de su padre, un ángel reducido a cenizas.

Durante varias semanas, en el comedor del manicomio, enredó su mirada con la de aquel hombre, hasta hacer de ella algo necesario, la única manera de olvidar todo, aquellas salas en las que dejaban encerrados y sentados sobre su propia mierda a algunos internos, o el olor del yodo cuando les ataban con las correas y les frotaban muñecas y tobillos… Necesitaba los ojazos grandes y negros como sartenes de aquel ángel, pasaba noches enteras en blanco dejando que le frieran despacito el corazón, imaginando que se posaba sobre su cama, que se besaban y hacían el amor. Allá en el psiquiátrico una se sentía tan sola, tan olvidada que cuando alguien le prestaba atención era como si se rompiera por dentro una presa en mitad del pecho y la riada arramblara con todo. Y un día él también la necesitó. Se amaron con desesperación. Como si estuvieran locos. Después a él los electrochoques lo redujeron a aquel remolino de semillas y cenizas dentro de su vientre: aquella niña que ahora le miraba con sus ojos limpios y temblorosos, aquellos ojos que no sabían mirar para otro lado cuando la vida y la muerte se agarraban de las solapas; aquellos dos ojos como moscardones que, a pesar de todo, la niña sabía como espantar.

—Lucky man for you– canturreó ella también, y aunque aquello bastó para alumbrar el corazón sombrío y moribundo de la mujer, sintió también un escalofrío, porque aquella luz era la misma que le iluminara sus noches blancas en el manicomio, la luz de otro ángel, y ella sabía que los ángeles no pueden vivir en este infierno, que el mundo nunca les perdonará que tengan alas.



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