que, al igual que otros publicados en este blog,
tuve el honor de ilustrar.
Gracias, Patxi, por permitirme publicarlos.
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Todo era feo.
Todo era absurdo.
Todo, en definitiva, era aburrido.
Pasé un fin de semana entero bebiendo, el viernes con los amigos que todavía me quedaban, el sábado no recordaba muy bien con quien y el domingo con mis compañeros de clase, en algún “ez-dakit-zeren-eguna”. Ainhoa vivía por allí y nos invitó a comer a su casa.
Todo era absurdo.
Todo, en definitiva, era aburrido.
Pasé un fin de semana entero bebiendo, el viernes con los amigos que todavía me quedaban, el sábado no recordaba muy bien con quien y el domingo con mis compañeros de clase, en algún “ez-dakit-zeren-eguna”. Ainhoa vivía por allí y nos invitó a comer a su casa.
Tenía el estómago destrozado y apenas pude tragar unas hojas de lechuga. Tampoco quería beber pero por la mañana habíamos comprado sidra y me serví unos vasos. Entraba bien. Tras los cafés aparecieron algunas botellas de licor y pensé si merecía la pena emborracharse.
Me asomé a una ventana. En la calle el ambiente familiar de esa mañana, los matrimonios con niños pequeños a hombros, las señoras con faldas escocesas y zapatillas de deporte, los abuelos con enormes txapelas e impermeables azules, había desaparecido y ahora se veía gente que salía de los restaurantes y cantaba, se abrazaba, meaba en las paredes…
Volví a la mesa y me serví un chupito de güisqui. Apenas sentí nauseas al beberlo. Llené otra vez el vaso. Cuando se trataba de beber no importaba mucho lo que yo quisiera. Siempre acaba mereciendo la pena emborracharse porque entonces ya no me sudaban las manos, los sobacos, el corazón.
Me coloqué junto a Edurne y hablé con ella un rato.
—Tienes unos ojos muy bonitos– le dije de repente.
Edurne no se ruborizó, ni sonrió, ni me dio las gracias.
—Estás borracho– dijo, mirándome con una mezcla de reproche y compasión.
No entendía nada. ¿Qué importaba que estuviera borracho? Lo que le había dicho era verdad. A mi nunca me habían dicho que tuviera nada bonito, tal vez ni siquiera lo hubieran pensado.
Me levanté y me senté entre otros compañeros. Dije algo y ellos se rieron. Edurne seguía mirándome de vez en cuando de aquella manera. Cuando lo hacía yo bebía otro chupito y decía una tontería.
Bebí durante toda la tarde, primero en casa de Edurne y después en los bares, hasta que se hizo de noche. Después volví a casa y me metí en la cama. No tenía ganas de cenar. Tampoco me podía dormir. Todo mi cuerpo tiritaba, volvía a sudar y dentro de mi cabeza escuchaba la música de los bares, las conversaciones, las risas de mis compañeros…
Ellos tampoco entendían nada. No entendían que todas aquellas tonterías que yo decía las arrancaba de mi dolor y mi miedo, que tenía que decirlas para seguir adelante, para que me quisieran, y así era muy fácil.
Quise llorar pero no pude. Seguía sudando y mi cabeza parecía que iba a estallar. Pensé en la muerte. Quería llorar, dormirme y no volver a despertar. Quería dejar de temblar de una jodida vez.
A la mañana siguiente me desperté con una resaca horrible. En mi estómago las burbujas del alcohol explotaban cada una como un cocktail-molotov y un pájaro carpintero había anidado en mi cabeza. Tenía un hambre voraz. Me levanté y comí algo. Pensé en lo que le había dicho a Edurne el día anterior. Estaba avergonzado pero no me arrepentía. Todavía me seguía gustando y ahora ella lo sabía. Volví a la cama. Estaba jodido y me sentía cansado y viejo pero allá, tumbado, me encontraba bien. No había nadie en casa y apenas se escuchaban ruidos. Todo estaba en paz. Morir resultaba demasiado fácil, había millones de formas de hacerlo y casi todas absurdas. Lo difícil era vivir y yo, aunque fuera con aquella horrible resaca, todavía seguía allí. Era un superviviente.
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