El día que ABC publica una portada con una Ñ inmensa en glorioso rojigualda, leemos que "el Gobierno Foral no acude al homenaje que la RAE tributa al euskera". No es de extrañar esta actitud, destilada de un sentimiento triste y siniestro a partes iguales. Y es que en Navarra el devenir lingüístico ha acabado creando un gueto para gran parte de la ciudadanía. Lo malo es que quienes viven en él no son conscientes de su situación.
Existe un amplio porcentaje de la población castellanoparlante que ha optado, consciente o inconscientemente, por recluirse en un gueto real y tras unas murallas imaginarias, levantadas con el objeto de no ver, de cerrar mente y alma, a una realidad que se impone día a día y curso a curso.
¿Que quién vive ahí? Esa gente que opta libremente por modelos educativos monolingües en español –o presuntamente bilingües español-inglés– y que defienden a ultranza ante el terror atávico de que su prole pudiera un día llegar a entender o incluso –Dios no lo quiera– ser capaz de articular una palabra en bárbaro. Perdón, vascuence.
Viven ahí quienes vetan sistemáticamente el estatus de legal, e incluso normal, a medios de comunicación que no comprenden –ni ganas–, llegando incluso a usar la fuerza (ya sea la bruta, la de la ley o la de la trampa) para tratar de acallarlos.
Vive en ese gueto esa gente convencida de habitar una reserva lingüística en la que se guardan valores eternos y universales, siempre en peligro. Esa percepción de permanente amenaza y catástrofe inevitable dice mucho acerca de la base en las que cimentan tales valores.
En ese gueto viven –y por decisión propia– de espaldas a la población euskaldun, a la que intentan obviar, marginar, ningunear y (en la medida que las leyes internacionales se lo permitan) hacer desaparecer. Ni saben de qué hablan, ni quieren saberlo, no sea que la realidad abofetee sus rostros de hormigón hasta reducirlos a gravilla. Pero pagamos impuestos como el que más, teniendo que añadir otros no publicados en el BON para sufragar y costear los vergonzosos vacíos que esta administración parcial y discriminatoria no quiere cubrir.
Y en su atrevida ignorancia nos llaman excluyentes a quienes asumimos 24 horas al día, 7 días a la semana, la existencia de ¡otras lenguas! que incluso conocemos, respetamos y ¡hasta hablamos!
Como los hijos de la Gran Bretaña que tanto admiran, sueltan tan anchos que es el continente quien está aislado. Que el gueto, como el infierno, somos los otros. Y dicen que por nuestra propia irracionalidad nos encerramos, nos recluimos y nos degradamos en detritus residual y desechable, indigno de tener en cuenta. Y nos llaman paletos y aldeanos quienes no salen de la caverna y siguen hablando de oídas con su complejo de universalidad.
Se les llena la boca de libertad, convivencia, democracia, cultura, respeto… pero sólo cuando miran a Catalunya o a California. Aquí sólo hacen gárgaras con esos conceptos: hacen que suenen desagradables y los escupen después, no vayan a tragarse algo.
¿Que quién vive ahí? Esa gente que opta libremente por modelos educativos monolingües en español –o presuntamente bilingües español-inglés– y que defienden a ultranza ante el terror atávico de que su prole pudiera un día llegar a entender o incluso –Dios no lo quiera– ser capaz de articular una palabra en bárbaro. Perdón, vascuence.
Viven ahí quienes vetan sistemáticamente el estatus de legal, e incluso normal, a medios de comunicación que no comprenden –ni ganas–, llegando incluso a usar la fuerza (ya sea la bruta, la de la ley o la de la trampa) para tratar de acallarlos.
Vive en ese gueto esa gente convencida de habitar una reserva lingüística en la que se guardan valores eternos y universales, siempre en peligro. Esa percepción de permanente amenaza y catástrofe inevitable dice mucho acerca de la base en las que cimentan tales valores.
En ese gueto viven –y por decisión propia– de espaldas a la población euskaldun, a la que intentan obviar, marginar, ningunear y (en la medida que las leyes internacionales se lo permitan) hacer desaparecer. Ni saben de qué hablan, ni quieren saberlo, no sea que la realidad abofetee sus rostros de hormigón hasta reducirlos a gravilla. Pero pagamos impuestos como el que más, teniendo que añadir otros no publicados en el BON para sufragar y costear los vergonzosos vacíos que esta administración parcial y discriminatoria no quiere cubrir.
Y en su atrevida ignorancia nos llaman excluyentes a quienes asumimos 24 horas al día, 7 días a la semana, la existencia de ¡otras lenguas! que incluso conocemos, respetamos y ¡hasta hablamos!
Como los hijos de la Gran Bretaña que tanto admiran, sueltan tan anchos que es el continente quien está aislado. Que el gueto, como el infierno, somos los otros. Y dicen que por nuestra propia irracionalidad nos encerramos, nos recluimos y nos degradamos en detritus residual y desechable, indigno de tener en cuenta. Y nos llaman paletos y aldeanos quienes no salen de la caverna y siguen hablando de oídas con su complejo de universalidad.
Se les llena la boca de libertad, convivencia, democracia, cultura, respeto… pero sólo cuando miran a Catalunya o a California. Aquí sólo hacen gárgaras con esos conceptos: hacen que suenen desagradables y los escupen después, no vayan a tragarse algo.
Que dejen ya de hacer gárgaras y prueben un poco de una vez. Se sorprenderían del sabor.
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